Cuenta la leyenda que un día apareció, entre los antiguos toltecas, un personaje misterioso que llegó por el mar.
Era un hombre blanco, crecido de cuerpo, de frente ancha, cabello largo y negro, barba grande y redonda. Se presentó diciendo que se llamaba Quetzalcoátl.
Era un hombre muy inteligente, tenía conocimientos de arte y ciencia y le enseñó a los toltecas el oficio de la platería y a labrar piedras preciosas. Tenía muchas riquezas, pero también era un hombre muy religioso y no le gustaban los sacrificios humanos.
Para Quetzalcoátl la mejor ofrenda consistía en pan, flores y perfumes. Todos lo respetaban y lo veneraban por eso se convirtió en un sacerdote principal. Sin ser rey, mandaba como rey y le obedecían como a rey.
Pero a los dioses antiguos no les gustaba que ese enemigo ganara terreno, ellos querían sacrificios humanos por eso hicieron un plan para acabar con Quetzalcoátl:
-Tú -dijeron a Tezcatlipoca-, te encargarás de burlar a ese sacerdote extranjero.
El poderoso dios de cutis negro aceptó y bajó a la tierra tomando el nombre de Titlacahuan, se presentó en la casa de retiro de Quetzalcoátl
-Digan al sacerdote blanco que un forastero desea hablarle, traigo un retrato suyo que enseñarle.
Quetzacoátl aceptó verlo y le preguntó
-¿De dónde vienes, forastero?
-Vengo de Nonoalco.
-¿Estás muy cansado? siéntate, bienvenido seas. ¿Cuál es mi retrato?
Titlacahuan sacó un espejo y se lo presentó diciendo -Reconócete señor.
Quetzalcoátl se contempló un instante y arrojó con espanto el espejo porque se vio la cara llena de arrugas y llagas.
-¿Cómo es posible que me vean los toltecas con clama? ¡Deberían huir de mí! mi figura es espantosa.
-Yo te arreglaré para que te vean tus fieles -dijo Titlacahuan.
Llamó a unos jóvenes artistas que pintaron el rostro de Qutzalcoátl y le pusieron plumas de quetzal.
Quetzalcoátl se puso muy contento con su apariencia y se presentó en Tolan, ahí algunos dioses le dieron pulque a Quetzalcóatl y él se sintió joven, lleno de vigor y alegría. Se emborrachó y se puso a cantar. Al día siguiente, al despertar, recordó todas las torpes escenas que hizo borracho y lo invadió la vergüenza y el pesar.
Quetzalcoátl dijo: “Me embriagué, nada podrá borrar la mancha que oscureció mi nombre y mi sacerdocio”. Se puso a entonar un canto de profunda tristeza y su remordimiento fue tan grande que se fue para siempre de aquella ciudad.
Así ganó Tezcatlipoca y los sacrificios humanos continuaron.
Cuentan que Quetzalcoátl se tiró a una hoguera y que las cenizas de su corazón se convirtieron en una estrella.
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